Historias de una nochebuena
- Gwen Paterson
- 25 dic 2020
- 4 Min. de lectura
Las navidades se presentaban más duras que nunca, tras la muerte de mi madre, mi padre, el señor Charston se encontraba perdido y melancólico. Ese año, el invierno era el más frío que Inglaterra había presenciado desde 1810, y se había notado en la venta de leña para las chimeneas, en el aumento de precio de la ropa de las fiestas y en las continuas nevadas que adornaban las calles de un magnífico color blanco. Edwar y yo habíamos decorado el árbol con la ayuda de la sirvienta, cintas de color rojo, bolas de navidad en doradas, y velas blancas. Padre apareció en la estancia y quedó en el umbral de la puerta, viendo como reíamos con las bromas de mi hermano y mis cuentos de navidad, no llegué a comprender bien porque madre había fallecido, aunque estuvo en la cama varios días antes de su muerte. Y aún así, mi padre siempre estaba alegre en nuestra presencia, se acercó e interactuó con nosotros.
-Papá, ¿puedes poner la estrella en el árbol?
-Veamos, ¿aquí?- La colocó en una rama.
-¡No!- Dijimos Edwar y yo al unísono con cierta risa.
-¿Aquí está bien?
-¡No!- Volvimos a reír.
-Arriba del todo.
-¿Allí?- Ambos asentimos.- Lo siento niños, pero no alcanzo.- Entristecimos.- Tal vez si alguien se subiera a mis hombros, podríamos colocarla.
-¡Si!
-¡Que buena idea papá!
Sonrió con ternura y me cogió en sus brazos, con mucho cuidado y sujetándola con ambas manos, coloqué la estrella en lo más alto del árbol. Al finalizar mi acción, todos aplaudieron y bajé al suelo sin apartar la vista del magnífico árbol que se encontraba ante nuestros ojos. Después de cenar, mi padre nos leyó un cuento para dormir, era el que mamá siempre nos leía esa noche. Trataba de unos espíritus navideños que celebraban la navidad alrededor del árbol de alguna casa. Había cumplido ya los 8 años y mi imaginación iba mucho más allá de las líneas del cuento, me imaginaba a niños jugando con aquellos espíritus felices y contentos, comían, bebían, y antes de las doce en punto, tal y como decía en el cuento, estos eran absorbidos por la gran estrella del árbol. “Y recordad, que los espíritus no se han de quedar, a su casa deben regresar, antes de las doce dar. No estéis tristes por ellos, dormid y tened dulces sueños.” Con esas últimas palabras, mis ojos se cerraron, padre nos arropó y apagó la vela. Un ruido de campanillas hizo que de mi sueño me despertara, llamé a mi hermano que dormía al lado pero no respondió, estaba profundamente dormido. Volví a oír ese ruido, provenía de abajo, me puse las zapatillas y anduve cuidadosamente hasta las escaleras, cada vez era más fuerte, más cercano y decidí bajar, la curiosidad era más fuerte que el miedo, aún así, me asomé lentamente por la puerta del salón para toparme con una niña frente al árbol y dos niños más jugando entre ellos. “¿Qué hacéis aquí?” dije armándome de valor, al verme, dejaron de jugar y se limitaron a observarme.
-No te asustes, ven, siéntate con nosotros.- Respondió la niña, me acerqué a ellos y comenzaron a jugar de nuevo.
-¿Quiénes sois vosotros?
-Mi nombre es Mary, y estos son mis hermanos, George y Thomas. ¿Cómo te llamas tu?
-Me llamo Elisabeth.
Y así comenzamos a hablar frente a la chimenea, pregunté que hacían allí, su respuesta fue simple, aunque no lo comprendí hasta más tarde. Jugamos alrededor del abeto, cantamos frente al fuego, compartimos risas y cuentos de navidad, no sospeché de su piel blanca como la nieve, ni de sus pijamas claros, solo me lo pasaba bien. De pronto, la voz de una mujer los llamó dulcemente, pero por más que miraba a mi alrededor, no veía a nadie. Me respondieron que tenían que volver, pero yo no quería volver a la cama después de todo, así que me ofrecieron acompañarles. Cogí mi abrigo y salimos por la puerta principal, los hermanos guíaban delante, mientras, nosotras los seguíamos detrás hasta llegar a una pequeña casa en medio de la niebla. El tejado y los alféizares de las ventanas estaban cubiertos de nieve, dentro, una luz cálida iluminaba las estancias, había una chimenea pequeña y una mesa de madera en el centro de la sala con una pequeña campanilla que guardé en mi bolsillo. La voz de la mujer volvió a sonar, y su figura apareció de entre las sombras. Era una mujer alta, vestida con un vestido blanco, su piel era del mismo tono que los copos y llevaba el pelo suelto con mechones que caían bajo sus hombros. Su sonrisa era acogedora y sus ojos estaban llenos de emoción y alegría, con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa en el rostro grité su nombre y corrí a abrazarla. “¡Mamá, mamá! Te he echado mucho de menos, ¿por qué estás aquí?” “Mi pequeña Beth, tuve que marcharme, pero nunca te olvidé” “Mamá, vuelve con nosotros” “Como me gustaría, mi niña, pero ellos me necesitan” Señaló a los niños que se encontraban sentados a la mesa. “Te echamos mucho de menos mamá” “Y yo a vosotros” De pronto, la primera campanada de las doce sonó de forma estridente. “Mi pequeña, es hora de despedirse” “Mamá, no, no quiero perderte de nuevo” Otra campanada “Cariño, tu nunca me vas a perder, siempre estaré a tu lado en todo lo que hagas” “¿Podré volver a verte mamá?” Sonrió acariciándome el pelo mientras sonaba la tercera campanada. “Te veré en cada uno de tus sueños, si es lo que deseas” “Lo haré, lo desearé con todas mis fuerzas” Una cuarta se hizo sonar “Se buena mi pequeña, nos veremos pronto” “Adiós mamá, buena suerte”. Me alejé mientras veía su rostro, feliz y su figura diciéndome adiós. Desperté en mi cuarto a la mañana siguiente, como si todo hubiese sido un sueño, y eso pensaba hasta ver mis zapatillas llenas de nieve al lado de la cama, y la pequeña campanilla en el bolsillo del abrigo. Había presenciado a los espíritus de nochebuena, pero no lo llegué a entender del todo hasta mucho después, cuando me dí cuenta que todo tenía un significado tras cada acto, la campanilla, los niños, mi madre. Desde entonces, el recuerdo de ella sigue perdurando en mi subconsciente, y todos los días de nochebuena, aparece en mis sueños cumpliendo su promesa.
FIN





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